Nos enamoramos de la profesora de la escuela "11 de abril"

NOS ENAMORAMOS DE LA PROFESORA DE LA ESCUELA “11 DE ABRIL”

En Tulcán, conocí la noticia de que la Escuela “11 de Abril”, donde compartí seis años de mi vida estaba abandonada y que los alumnos se fusionaron con la Escuela Cristóbal Colón.

LaProfeEscuelaEn esa escuela hay muchos recuerdos y unos que perduran son los de mi profesora que muchos alumnos de ese centro educativo se van a identificar.

Este es un relato que guarda memoria y nostalgia.

Su verdadero nombre está oculto en mi corazón.

La profesora Rosita María abrió la puerta del aula escolar; los niños guardamos un silencio sepulcral.

Recorrió el camino hasta su escritorio mientras sus tacones sonaban, tac, tac, tac. Separó su caja de maquillaje y ocultó su cartera café en el cajón de su escritorio.

Todos, con la boca abierta, la miramos detenidamente. Tomó su lápiz labial, pintó su boca despacio, resaltando sus formas, y luego nos tomó lista con su pintalabios, apuntándonos como si fuera una metralleta. Nos enamoró a treinta niños de seis años.

Fue a primera vista; todos encantados con su voz, su mirada, su piel, el cabello, y su dulzura.

Mientras aprendíamos apenas a escribir la palabra "papá", la profesora aplastaba con sus dientes las habas tostadas. Tomaba cada haba y sus sonidos se amplificaban por el silencio de esos treinta corazones con tirantes, pantalón azul, saco celeste y camisa blanca.

Con la profesora, nadie llegaba tarde. Todos queríamos la primera fila, y hasta Felipe, que era terrible con todos, le gustaba llamar la atención de la profesora para que, correa en mano, le bajara el pantalón. La profesora le lanzaba unos correazos, y Felipe sentía esos correazos como una caricia en su trasero.

Un viernes, ella no llegó y dejó un reemplazo. La noticia en toda la escuela era que la profesora Rosita María iba a casarse por la Iglesia. ¡Qué tristeza! Nadie salió al recreo; parecía que la profesora había fallecido. Fue una semana que no la volvimos a ver. Unos se enfermaron de resfriado, otros de tifoidea, otros de dolores de estómago. Yo me moría de tristeza en la silla de la profesora. Es que yo estaba seguro de que, cuando pasaran los años y yo cumpliera los veinte, íbamos a tener un matrimonio soñado y seríamos felices para toda la vida, como los cuentos que me contaba en la asignatura de idioma.

Por fin, ella regresó. Entre todos, la miramos como con profundo celo, pero nos trajo un lindo recuerdo de su boda: una estampita de Jesús, con un texto que decía: "El señor Alejandro y la señorita Rosita María agradecen los mejores deseos para que este matrimonio sea bendecido por Jesús". Así me sentí crucificado a mis seis años por el amor de mi profesora.

Yo tenía mala letra por estar pensando en ella, hasta que un día se sentó a mi lado, me tomó de la mano y me enseñó la palabra "amor". Me dio un beso en mis manitas y me dijo: "La letra hay que escribirla redondita y clara". Desde ese instante, aprendí a escribir redondito y clarito.

Pasaron seis años, los mejores años de mi vida. Cuando se terminó la escuela, en la despedida, la profesora nos dijo que cuando fuéramos mayores siempre la recordáramos y que ella estaría feliz de que nosotros fuéramos profesionales.

'No se olvidarán de mi cuando sean abogados, ingenieros, médicos' nos repetía constantemente.

Salí de mi Tulcán, pasaron cuarenta años, regresé a mi ciudad y ahí estaba, a punto de jubilarse. Ya no podía caminar con sus tacones sonoros, seguía comiendo habas tostadas y repartía besos a todos sus alumnos con sus labios pintados de rojo intenso, que manchaban los cachetes y que buscábamos conservar esa mancha por semanas.

 

Por. Norberto Fuertes