El invisible
Antes de las cinco de la tarde, Humberto, llega a su vivienda: un cuarto pequeño al fondo del patio, tras la casa grande en donde vive la familia, está acostumbrado a su viejo rincón de adobe y teja que desde joven habita. Las paredes conservan un poco de color blanco y el piso de madera qué cada invierno se pudre más, aguanta la cama de Laurel. Ahí lanza su cuerpo pesado y cansado, suelta el maso que lleva para trabajar, con el que lava ropa ajena y respira.
Luego de descansar enciende el foco que hace de lámpara y que reposa en la vieja mesa de madera, regalo de algún vecino. Piensa en la muerte, esa lejana amiga que no ha querido llegar hasta su morada, por más que la ha invitado, con ruegos de rodillas, con claros intentos a chuchillos, con ansias por querer embarcarse con ella. Rememora a la madre, pálida, rígida, muda, tendida en esa mesa de la sala, con dos velas grandes a sus pies, recuerda como le decía al oído: no te vayas sola, llévame contigo, le susurraba que se iba a portar bien y que no tendría esos arranques de ira, estaba seguro de convencerla, pero alguien, un hermano, un sobrino, una cuñada, no recuerda bien, lo aparto cuando la rezadora dijo: quiten de ahí al loco, quien sabe lo que le hará a la pobre difunta.