Una historia del realismo mágico carchense
El inexplicable retorno del abuelo.
La sensación de angustia era insoportable, la ausencia repentina del abuelo era dramática, parecía que fue solo fue un segundo, lo perdí de vista solo un instante y no podía encontrarlo.
Dimos aviso de inmediato a la policía, se distribuyeron fotografías del abuelo y se organizó un operativo para encontrarlo, dada su condición de salud que lo volvía vulnerable y ponía en riesgo su integridad física y mental.
Desde la ausencia definitiva de su esposa, pero sobre todo de su perro, el deterioro del abuelo fue notable, era como si se apagase de a poco.
De hecho, la muerte de su compañera de toda la vida, lo volvió taciturno, silencioso y triste, entonces solo se levantaba cuando apenas rayaba el sol, se vestía como ella le había marcado en su vida por más de cincuenta años, entonces seleccionaba con atención las prendas de vestir y lo hacía con meticulosidad y paciencia, combinaba los colores, acicalaba su rostro, preparaba su desayuno que compartía con su viejo perro y salían a caminar por el sendero de árboles frutales que estaba a pocos pasos de la casa dónde había transcurrido los años más felices de su existencia.
Esa era la rutina por la que habían paseado por casi veinte años; claro hace dos décadas, salían como un tropel y recorrían los senderos del lugar y lo hacían como el viento, raudos, impredecibles, alegres, imparables.
En una rutina que parecía eterna, pero visto con la perspectiva del tiempo, los dos, el abuelo y su amigo Simón, fueron perdiendo su brío, pero jamás su deseo de pasear luego del desayuno, cada mañana, todos los días, cualesquiera que fuese la condición del clima o de la temperatura.
Desde el día que partió la abuela, para mi abuelo y su perro, parecía que su mundo se repetía de forma monótona e inexorable, como si estuviesen atrapados en el tiempo, como la trama del film: El día de la Marmota, hasta que una mañana su perro también partió al infinito, lo hizo en silencio como lo había hecho la abuela.
La ausencia de sus seres cercanos y queridos, como su compañera de más de medio siglo y su perro con el que correteó por dos décadas, fue demoledor y él comenzó a dar señales de deterioro evidente, con episodios de depresión, una creciente pérdida de interés por las actividades que tanto amaba como la lectura, los paseos campestres, las cartas que escribía a mano y que jamás las enviaba, además de su aislamiento social, no obstante, la insistencia de los pocos amigos que aún le quedaban.
El abuelo había envejecido y se notaban los cambios frecuentes de su estado de ánimo, la desconfianza en las otras personas o la infrecuente agresividad, además de los cambios en sus hábitos de sueño.
El médico lo asumía al paso inexorable del tiempo que se mostraba con la edad, pero fueron preocupantes los episodios de desorientación, de indicios de deterioro mental, lo más duro y doloroso era la dificultad que presentaba el abuelo para pensar y comprender, luego que él fue un hombre con una rapidez y una agudeza mental notable.
La llegada del temible Alzheimer a la vida del abuelo era inminente, entonces nosotros sus hijos sabíamos que deberíamos prepararnos para que nuestro progenitor se enfrente de forma inexorable a períodos de confusión, delirio, desorientación, dificultad para concentrarse, invalidez para crear nuevos recuerdos, imposibilidad para hacer operaciones matemáticas sencillas, inhabilidad para reconocer cosas comunes, incapacidad para combinar movimientos musculares o el doloroso olvido.
Solo tenía una palabra que repetía todo el tiempo: Simón.
De nosotros se había olvidado, ya no recordaba a la abuela, no recordaba lugares, caminaba con dificultad y ya no podía orientarse.
Pero parecía disfrutar los paseos, su rostro esbozaba una leve y casi imperceptible sonrisa, de manera que con alguna frecuencia lo llevaba a pasear y procuraba hacerlo a diferentes lugares, de manera que la rutina fuese llevadera inclusive para nosotros.
Una mañana de sábado en diciembre lo llevé a la ciudad comercial, con la esperanza que pudiese notar las luces de la navidad que por tantos años embelleció su casa, mientras yo miraba las luces de las vitrinas, regresé a mirarlo para llamar su atención de las novedades de ese año, pero ya no estaba a mi lado y no podía encontrarlo, la sensación de angustia era inconmensurable, la ausencia repentina del abuelo era insoportable, parecía que fue solo fue un segundo, lo perdí de vista solo un instante y sin embargo, no podía encontrarlo.
De inmediato solicitamos la ayuda de la policía, se distribuyeron fotografías del abuelo y se organizó un operativo para encontrarlo, dada su condición de salud que lo volvía vulnerable y ponía en riesgo su integridad.
La búsqueda fue intensa, pero nada, pasaron las horas y la angustia crecía hasta ser insoportable, me preocupaba su integridad física, su equilibrio emocional y mi sentimiento de culpa, por haberlo perdido de vista por unos cuantos segundos, ponía a prueba mi cordura.
Así pasaron las horas, fuimos a casa y la noche fue larga y angustiante como una pesadilla, pata todos se nos hizo interminable. El teléfono permanecía en silencio y no había rastros del abuelo en ninguna parte, ni para bien, ni para mal, nadie lo había visto, ni en la policía, ni en los hospitales, ni en la morgue.
Empezaba a amanecer y las luces de la ciudad, aún dejaban intuir la inmensidad de la urbe que se perdía en el horizonte.
Entonces entre la penumbra de la bocacalle apareció la figura de un hombre que caminaba con el talante de un abuelo.
El abuelo, mi abuelo, regresaba a casa solo y lo hacía con tranquilidad, ¿Cómo lo había hecho?, desde el centro comercial dónde perdió y que estaba lejos de casa.
Con la emoción y la incertidumbre de que había pasado, salí a su encuentro y él solo repetía desde su Alzheimer profundo:
“Me fue a buscar el Simón”, nos fuimos a pasear y él me trajo a casa, porque él si conoce el camino, ahora se fue y me dijo que pronto volverá a buscarme para irnos juntos.
Luego de unos pocos meses, dónde el abuelo se sumió en el silencio y el olvido, de pronto una mañana, despertó y en voz alta y con alegría dijo “Hoy el Simón vino a buscarme” y me voy con él…
Y así fue.
Jorge Mora Varela