LA FIESTA DE LA VIDA
Una versión libre, muy libre.
Gabriel Cuesta M.
Nota previa: este relato está recogido de los vetustos archivos de la memoria neuronal del autor. Hace como 56 años disfrutó de un cortometraje basado en un cuento para la época navideña que le llegó muy adentro. Esta es una versión libre, muy libre.
A Luisa con todo cariño.
En una zona montañosa de paisajes esplendorosos se asentaba un pueblito pintoresco de gente sencilla, amable, solidaria, sin lujos; recia para soportar los crudos inviernos de fin de cada año.
El más anciano del pueblo, Don Manuel, o El Abuelo, como lo llamaban con cariño los vecinos, era muy apreciado y respetado por todos pues contagiaba siempre alegría, simpatía, coraje y confianza. Con su grave y reposada voz revelaba su gran fortaleza de espíritu y su paz interior.
Era famoso en el vecindario por su dedicación y maestría en al arte pictórico al óleo, sobre todo creando retratos y cuadros con bellos paisajes de la naturaleza. Sabía que su salud, ya muy quebrantada tras tantos años de aspirar los químicos de las mezclas para sus pinturas, y por las reumas, iba a terminar pronto con su existencia en esta Tierra. “Ya es hora de descansar”, se decía, con su habitual talante sereno y relajado.
En el pequeño pueblo vivía, entre otras familias, la de Tommy, niño de doce años, hijo único de una pareja joven, trabajadora, que miraba el horizonte con esperanza y optimismo. Su gran amor y su felicidad familiar tenía una espina, una prueba muy dura: su amado hijo padecía una enfermedad para cuyo tratamiento aún no se conocía el medicamento adecuado. Muy pocos sobrevivían a ese mal.
Los papás de Tommy mantenían su pesar en secreto y siempre le daban ánimos a su niño junto con todos los cuidados. El organismo y la voluntad del muchacho eran ejemplares y el médico que los visitaba periódicamente estaba sorprendido de su gran resistencia. Sin embargo, en los últimos días, cerca de la celebración de la Navidad, parecía que esa fortaleza se estaba desmoronando.
El Abuelo era uno de los mejores amigos de ese niño y le visitaba con frecuencia, mantenían largas y animosas conversaciones.
Tommy, desde su cama, en su habitación, alcanzaba a ver una vigorosa hiedra que sus papis habían sembrado para él, justo el día en que nació. Así que crecieron juntos, como hermanos gemelos. Pero este invierno fue devastador, de la hiedra ya casi no quedaban hojas.
Una tarde soleada y fría, en que don Manuel visitaba al niño, éste le comentó sereno:
Abuelo, ya solo le queda una hoja a mi hiedra; la veo claramente a través de mi ventana. Mañana es Navidad y la hiedra a lo mejor pierda su última hoja y morirá, al
igual que yo… me iré con mi hiedra.
El Abuelo, con voz calmada y asertiva, afirmó: o a lo mejor no, hijo…. la hiedra, como tú, han crecido fuertes y resistentes. Vas a ver que la hiedra no perderá esa hoja que se aferra a la rama, y de seguro vivirá y la hiedra volverá a estar llena de salud y de hojas, al igual que tú sostendrás firmemente tu vida y te curarás a partir de mañana, junto con tu hiedra, te lo aseguro yo. Tomás lo miró y sonrió confiado. Abuelo, y tú, ¿también te curarás mañana? Sin duda, sin duda, hijo…mañana todos estaremos bien… Sabía que mentía, pero no quería apenar a su amigo preferido… estoy demasiado viejo y enfermo pensó, pero ése es el orden de la vida… Sonrió animoso y con ojos brillantes por las lágrimas.
El viejo se despidió del niño con el usual afecto, entusiasmo y disimulando su gran dolor. Salió, se acercó al blanco muro y se puso a observar con mucho detenimiento a la única hoja que estaba a punto de desprenderse de la rama. Con este viento y la noche helada la hoja ya no estará cuando Tommy vea su hiedra mañana temprano.
Con resolución y su rostro sonriente entró a su casita, hurgó en el vetusto taller de pintura. Hace años que ya no he pintado, pensó.
Amaneció. Un sol que no calentaba empezó a asomarse por el horizonte hasta iluminar tenuemente el muro donde se apoyaba la hiedra. Tommy miró ansioso a través de la ventana y suspiró con enorme alivio al ver a la hoja viva y firme, sosteniéndose en la rama.
Los papás que estaban junto a su hijo en ese momento miraban a Tommy y a la hiedra
con perplejidad creciente.
¡Papi, mami!, exclamó con júbilo y ánimo inusitados. ¡Voy a curarme, voy a curarme!, mi hiedra sigue viva, me lo aseguró el Abuelo Manuel. Los tres se abrazaron rebosantes de felicidad.
Los papás salieron a ver la hiedra de cerca. La última hoja de la hiedra yacía caída en el piso blanco y helado. ¡La hoja en el muro era une réplica al óleo, exacta a la hoja muerta! De inmediato se dirigieron a la casita de don Manuel. Yacía en la cama con su rostro luminoso y sonriente que reflejaba el gozo de haber logrado su cometido.
¿Cómo te sientes, Abuelo? Preguntaron con ansiedad.
¡Mejor que nunca!, respondió el anciano. Los tres se abrazaron entre lágrimas y sonrisas.
-¡Gracias Abuelo querido, gracias! ¡Has logrado que nuestro hijito se mejore, y está seguro de curarse! Podías haber muerto de frío… ¡Qué obra de arte!
-Pues ya ven, dando es como se recibe. Tommy, la hiedra y yo no morimos, al contario estamos llenos de vida y vigor.
-Pero la hiedra…, replicaron los papás de Tommy con voz apagada.
-No se han fijado bien… abajo en la base del tallo de la hiedra, hay tres brotes tiernos y fuertes. Los vi con mi linterna anoche a la media noche, cuando terminé de pintar la hoja en el muro…
Era Navidad. Como de costumbre los vecinos se reunieron y celebraron con gran alborozo la fiesta más bella del año y agradecieron felices la vida de Abuelo, la vida de Tommy y la de la hiedra. Y la de todos.
¡Festejaron la verdadera navidad!
Quito, diciembre de 2023