SIMÓN Y LOS DUENDES

Del realismo mágico de la Provincia del Carchi

 

SIMÓN Y LOS DUENDES

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Levantarse

La “amistad” entre mi hijo y su perro, rompía con todas las reglas de la casa; el hermoso pastor alemán de cuatro años de edad, dormía a los pies de la cama de mi hijo quien a sus diez y seis años, crecía de prisa como nunca antes lo había hecho, pues sobre su rostro se marcaban las primeras barbas y el bigote que  dejaba ver su sombra en su rostro de niño.

Entonces con el cantar del gallo, se levantaba su perro de nombre “Simón”, como un rito que se repetía cada semana; se estiraba lentamente para quitarse el pesadez del sueño, sacudir con fuerza su cuerpo e ir donde estaba mi hijo, lamer su rostro y despertarlo.

Entonces los dos se  miraban con alegría, mientras Simón lanzaba sus grandes orejas hacia atrás, mecía su cola como si fuese una hélice en pleno vuelo, mi hijo saltaba de la cama y se vestía de prisa con la indumentaria deportiva que había dejado preparada la noche anterior; mientras se dirigían a la cocina para calentar un jarro con café negro comentó, - hace frio esta mañana y creo que sopla el viento. Apenas terminaban de ingerir un par de panes de cuajada y beber la aromática bebida, se disponían a iniciar la aventura de correr por los maravillosos pero enigmáticos senderos de TULCÁN.

 

 

Los senderos de Tulcán

Junto al viejo portón de madera que daba a la calle empedrada, Simón permanecía sentado, mientras el muchacho, acomodaba la gorra sobre su cabeza, amarraba con firmeza los cordones de sus zapatos y se cubría con prolijidad para protegerse del frio, que aquella mañana se sentía con mayor intensidad como efecto del viento y la neblina que le daba al paisaje un aire de penumbra y de soledad.

Colocó la soga en el collar  de su mascota e iniciaron el recorrido, con ritmo alegre y acompasado, como dos viejos amigos, que conocían su ritmo y el sendero, el joven con la ligereza de la juventud y Simón, que armonizaba el movimiento de sus patas, con la oscilación pendular de sus orejas que marcaba el compás de sus caderas. Tomaron la Calle Rafael Arellano hacia el sur, cuando llegaron a la altura de la laguna, saltando con agilidad las zanjas, se dirigieron por el sendero que los llevaría al baño del “Puetate”.

Al llegar a la parte alta de la loma, el joven soltó a su compañero y descendieron de prisa por la empinada, saltando, jugando y riendo, apenas llegaron a un claro, mi hijo exclamó - ahí está la piscina - y acoto en seguida - debe estar helada, así que otro día vendremos  a nadar, cuando el día esté soleado - . El lugar estaba solitario, solo se sentía el aullar lastimero del viento, recorrieron el vado del Rio Bobo y luego recorrer un largo trecho por donde se podían coger moras, cerotes y mortiños, el rio iba tomando altura y se iba apaciguando, porque se acercaban a “Las Canoas”.

 

El encuentro

No obstante la neblina ya era posible ver la vieja casa de Don Mafla, entonces al tomar el último repecho antes de llegar al embarcadero, Simón se detuvo de manera súbita, su lomo se encrespó y dejando al  descubierto sus colmillos, empezó a gruñir mirando con ansiedad en todas las direcciones, era la primera vez que el perro reaccionaba así. El muchacho estaba desconcertado, si saber porque el perro se comportaba de esa manera. De pronto en la cima del pequeño promontorio, que separaba la curva larga del rio y la vieja casa, de manera lenta y espeluznante apareció la figura de lo que parecía un hombre de pequeña estatura acompañado de un perro.

El joven le dijo a su mascota, tranquilo nomás, mira que es un niño y su perro, igual que nosotros; con dificultades  y a regañadientes Simón se dejó colocar la soga sobre su collar y caminaban con lentitud, por el camino donde estaba aquel ser y su perro. Al estar muy cerca, mi hijo pudo mirar a aquel extraño ser, era un niño, de cuerpo pequeño, vestía un pantalón raído de color obscuro y una camisa de cuadros y no era posible mirar sus manos, porque el puño de sus mangas las cubría, sus zapatos eran muy grandes, su frente tenía arrugas profundas, sus cejas pobladas, sus ojos brillaban de manera insólita, su boca era muy grande y sonreía, sin dejar de hacerlo dijo con una voz ronca y aguda:

Hola…  ¿para donde van?

Un escalofrío recorrió por la espalda del muchacho; apenas pudo pronunciar, ehhh… ¡nos vamos a la casa!... y no pudo articular ninguna otra palabra. El pequeño niño tampoco dijo nada, solo que su sonrisa se hizo más grande; el perro que lo acompañaba era de mediana estatura, parecía no tener pelo, lo que le daba una coloración rojiza, permanecía sentado y también parecía sonreír.

Mi hijo y Simón empezaron a correr como si de pronto tuviesen mucha prisa, decidieron cortar camino y empezaron a subir por la loma que a medida que avanzaban, esta parecía haber crecido y haberse hecho más empinada. Cerca de llegar se podía divisar la piscina del Martínez como una miniatura, Simón iba adelante y regresaba la vista atrás con insistencia y mi muchacho no regresaba la mirada hacia atrás  por ningún motivo. Luego de vencer la cuesta y estando bañados en sudor mi hijo dijo en medio de incesantes jadeos, creo que podemos descansar.

Mientras buscaban un lugar para reposar, el joven pudo mirar con el rabillo del ojo, aquel extraño niño y su perro que se encontraban parados a unos cuantos pasos de ellos, mirándolos fijamente.

 

El retorno a casa

La piel de mi hijo se había puesto como piel de gallina, Simón estaba encrespado… se miraron y al unísono emprendieron una carrera desesperada, cruzaron trigales, sembríos de papa, de habas y mellocos, cruzaron por un campo abierto, hasta que llegaron al Colegio la Salle y sin detenerse se enrumbaron a casa, cruzaron el portón y se encerraron en su cuarto. Yo los sentí llegar, pero al ver que no entraron a la cocina, me fui a buscarlos a su cuarto; permanecían sentados juntos, abrazados y  temblando de miedo, les pregunté que les había sucedido, pero mi muchacho no podía articular palabra, les dije que yo volvería luego.

Por fin cuando se calmaron, salieron los dos con sigilo del cuarto y buscaron la lavandería, abrieron el grifo y se colgaron del chorro de agua helada, hasta quedar saciados.

Aquella noche el silencio se instaló de prisa, en compañía de mi madre fui al cuarto de mi hijo para asegurarme que estuviesen bien. En efecto estaban dormidos, pero su sueño era intranquilo, los dos brincaban mientras dormían, mi hijo hablaba palabras que no podía entender y Simón gruñía, a la par que roncaba y saltaba sobre su cobija.

 

A curar el espanto

Mi madre aseguró que los dos estaban espantados y dijo: mañana iré a la “Botica del Ñato Revelo”, para comprar una ración  doble de “colonia de estanco” y “baño aromático”, para soplarlos y  curarlos del espanto, porque a los dos a que sanarlos por igual aseveró. Tomé con ternura el brazo a mi madre y si dejar de sonreír, cerramos la puerta del cuarto y nos alejamos en silencio.

 

La nostalgia

Y así entre aventuras, risas, duendes, espantos, quedados y secretos, mi hijo vivió su último verano en la Ciudad de Tulcán, porque el siguiente año, él debió buscar la ciudad de Quito, para seguir la universidad, construir su futuro y ya nunca más volver.

 

Jorge Mora Varela