El páramo
El viento caminante sereno traza la ruta que baja desde la montaña, el frio trenzado de su aliento corta cada molécula de calor, ellos marcan su territorio en las faldas del cerro, los dos se mueven cual danza divina entre los altos y milenarios “frailes”. Sí, esos monjes sigilosos guardianes de las alturas, del lugar en donde se está más cerca de Dios. Sí, no hay más, tuvo que ser él quien los engendró en esta tierra agudamente oscura, olor de azufre, fuego en sus entrañas, hielo en su envoltura.
Sí, un ejército de frailejones, acampa erguido e inmutable, contemplan discretos a los pocos caminantes que se acercan. Se saben respetados, se agrupan como tribus, los más jóvenes centenarios quizá, sostienen a los viejos que confiadamente se arriman a las nuevas generaciones que les ayudaran a morir de pie. Sus hojas singularmente verdes plateadas, hechiceras de venados, liebres, zorros, osos, se dejan contemplar lejanas, inaccesibles al humano, ellas cual minas de agua, son hembras que saben su valía.