Ella baila sola
Matilde se despierta a las siete de la mañana, apenas abre los ojos y alcanza a prender la televisión, luego de dar las vueltas en la cama se levanta, abre la vieja puerta de madera que cruje un poco, el aire helado del patio entra a la habitación, camina lento apoyándose en las bancas del corredor hasta llegar al inodoro, luego sale a la lavandería para peinar sus largas trenzas, una a cada lado y después cruzarlas en algo parecido a un moño, que ,claro, no es perfecto porque la artritis de los dedos no le permite hacer los movimientos como antes. Reniega con la peinilla, con la jarra de agua y los pasadores y claro con José, que desde hace meses no esta ahí para ayudarla a sostener ese pelo gris y lograr que el peinado quede mejor.
Por ahí entre lamento y reclamo deja caer una lágrima, pero: ya ni llorar es bueno, dice y se encamina hacia la cocina, la puerta esta dura y tiene que empujar con toda la fuerza que sus ochenta años le permiten, pone una olla con agua en la estufa para hacer té de cedrón, busca los huevos y coloca dos para que se cocinen, como los últimos cuarenta años, aunque el José ya no está, ella sigue cocinando para dos. Ha intentado hacer menos comida, pero no puede, es que la costumbre es poderosa.