Mal presentimiento
Despertó con el corazón acelerado. Anita había tenido un mal sueño. Todos los sueños en los que aparecía la tía María eran malos. Ella, la difunta, era un ave de mal agüero. Cada vez que aparecía del más allá, lo único que traía eran penas. Por eso, apenas abrió los ojos y sintió la espalda de su marido cerca, lo abrazó fuerte.
—No se vaya a trabajar —le dijo, mientras lo cubría con las cobijas.
—¿Y eso? –le preguntó Pablo, sorprendido—, ¿qué mosco le picó? —se levantó, como de costumbre, a las cuatro y quince de la mañana. Se vistió a tientas y salió con las botas de caucho, el poncho de lana de oveja y la gorra, que estaba tras la puerta de madera.
Anita casi no temía a nada; sin embargo, esa mañana sentía miedo, como nunca lo había sentido. La angustia le hacía temblar las manos. Se mantuvo despierta hasta las cinco de la mañana, cuando salió a ordeñar las vacas. Luego, regresó y levantó a la niña, preparó café colado y le sirvió un pan con queso y un plato de papas cocinadas. Todo esto mientras esperaba que Pablo regresara de dejar a los peones en el sembrío.
Incluso en esos momentos, esa sensación de desasosiego no la había abandonado. Los ojos locos de la tía María la perseguían. Era como si su sombra estuviera ahí. Hasta percibía un olor a ruda podrida en el aire.